La doctrina budista fundamental es la de la coproducción condicionada. Todo surge en dependencia de ciertas condiciones y nada tiene una esencia fija y básica; tampoco nosotros. Lo que somos ahora es el resultado de las condiciones de nuestro pasado. Lo que seremos en el futuro estará determinado por las condiciones del presente y uno de los factores determinantes principales de lo que seremos en el futuro es nuestro comportamiento actual. Nuestros actos determinan lo que somos. Esta premisa hace posible una vida espiritual y el Buda así lo entendió. Al empezar a cambiar nuestro comportamiento también comenzamos a hacernos diferentes. Ésta es la raíz de toda creatividad. No estamos predestinados a repetir las pautas de comportamiento del pasado, volviendo a ser la misma persona una y otra vez, sino que podemos convertirnos en una nueva persona. Cada instante de la vida presenta una serie infinita de posibilidades.
La ley del karma
La forma en que configuramos nuestra personalidad, es decir, lo que somos,
está determinado por la clase de karma que tenemos, o sea, por los actos
de voluntad. Se suele pensar erróneamente que el karma es una
forma de retribución universal divina. Sin embargo, muy al
contrario, la ley del karma sólo sugiere que las acciones volitivas
acarrean consecuencias inevitables. Se trata, sencillamente, de una extensión
de la doctrina fundamental de la coproducción condicionada.
Cinco clases de condicionalidad
Según el Attahasalini sutta, uno de los
primeros tratados, existen cinco clases distintas de condicionalidad
o niyamas, cuyo
estudio arrojará algo de luz al concepto budista de karma.
La primera clase y la más importante es la condicionalidad “física inorgánica”, que comprende todas las leyes que determinan la manera en que funciona la materia a nivel inorgánico, es decir, todas las leyes de la física y la química.
El siguiente nivel, un tanto superior, es el “físico orgánico”, que abarca todas las leyes de las ciencias biológicas.
Luego tenemos el nivel “psicológico”, Citta Niyama en el que se sitúan todas las leyes que rigen el funcionamiento involuntario e instintivo de la mente. Por ejemplo, el hecho de retirar la mano al tocar un hierro candente constituye una muestra del funcionamiento de esta clase de condicionalidad.
Después esta el nivel “kármico”, Kamma Niyama que engloba todas las leyes que gobiernan la forma en que la actividad volitiva afecta a la conciencia.
Finalmente encontramos el nivel “dhármico”, Dhamma Niyama, que describe lo que podríamos denominar también como condicionalidad “trascendental”, una clase que experimentan los miembros de la arya sangha. Como este nivel de condicionalidad sólo nos afecta en la medida en que nos relacionamos con esos seres ilustres e, incluso, en ese caso no podríamos percibirlo, lo dejaremos fuera de consideración.
El énfasis occidental y el
oriental
Tenemos nociones de los tres primeros niveles de condicionalidad (la física
inorgánica, la física orgánica y la psicológica)
desde la época escolar, cuando realizábamos prácticas
en el laboratorio, provocando explosiones o haciendo competir a los ratones
en un laberinto. En Occidente hemos penetrado con más profundidad
en estas áreas de conocimiento que cualquier otra cultura en la
historia. En cambio, sólo tenemos una conciencia muy rudimentaria,
incluso primitiva, de la dimensión kármica o ética
de la vida. A diferencia de lo que acostumbramos a considerar los occidentales,
la vida budista se basa, quizá por encima de todo, en un conocimiento
de la dimensión
kármica de la coproducción condicionada, pues el núcleo
principal de esta doctrina radica en la posibilidad de cambiar las pautas
de comportamiento, lo cual resulta de la comunión del ser con el
samsara.
Lo que cuenta es la intención
La esencia de la ética budista reside en el hecho de que el comportamiento
condiciona al ser. Sin embargo, no sólo importan nuestros actos.
El estado mental que nos impulsa a obrar es crucial. La ética budista
es una ética de intención. Los actos en sí mismos
son neutrales. Lo que importa es el estado mental, la voluntad que se esconde
detrás
de la acción. El budismo no habla en términos de correcto
o incorrecto, bueno o malo, sino que trata de intenciones positivas o negativas.
La voluntad positiva, basada en la generosidad, el amor y la claridad,
produce resultados positivos desde el punto de vista kármico, nos
aleja del engaño
y nos conduce hacia la iluminación. La voluntad negativa, basada
en la codicia, el odio y la ignorancia espiritual nos mantiene en el samsara,
girando en una rueda infinita de dependencia repetitiva y habitual.
Moralidad
natural y moralidad convencional
El budismo distingue entre “moralidad natural” y “moralidad
convencional”. Esta última se compone de una serie
de normas y costumbres que surgen del grupo en que se aplican. Varia
según
el lugar o la época. Por ejemplo, algunas culturas practican
la poligamia, que es condenada por otras. Los cristianos comen cerdo sin
ningún
problema, mientras que los musulmanes y los judíos lo encuentran
repugnante. La moralidad convencional aparece, por lo general, como respuesta
a ciertas circunstancias sociales concretas, pero suele sobrevivir después
de ellas. Por ejemplo, aunque ya no existen razones higiénicas para
rechazar la carne de cerdo, en Jeddha o Jerusalén aún resulta
difícil
encontrarla en las carnicerías.
Actos hábiles o torpes
La moral natural se basa en los hechos de la psicología humana y
el funcionamiento de la ley del karma. Juzga las acciones como positivas
o negativas, no a partir de los puntos de vista o las costumbres del grupo,
sino por su capacidad de generar resultados espirituales beneficiosos.
Los actos positivos, que nos alejan del samsara nos aportan una expansión,
una claridad y una felicidad mayor y, por lo tanto, menos egocentrismo.
Los actos negativos, que refuerzan el sentido del ego, conducen a la limitación
al unirnos al samsara. En resumen, los actos se juzgan como positivos o
negativos en función
de su capacidad para acercarnos a la iluminación o alejarnos de
ella.